
Estoy preparando las tostaditas para el desayuno, pongo los tres platos, el jugo, la mantequilla, la mermelada… le doy una mirada al café, ¡ya está! Siempre es bueno el olor del café por la mañana, sentir la brisa a través de la ventana y ver la neblina sobre el lago en la madrugada. Casi puedo escuchar sus pasos bajando aceleradamente por las escaleras, los besos y los abrazos de un nuevo día. El frotar de las manos y el aire caliente sobre ellas… pero hace tiempo que no vienen, hace rato que no los veo. No pierdo la esperanza de tenerlos en mis brazos, consentirlos, mimarlos despacharlos al trabajo y al cole. De mirarlos marchar y volver a casa. Con el estruendo que producen las paredes al moverse, me entra la angustia e igualmente la ilusión de verlos aparecer de nuevo. Me acomodo en la mesa, al centro de la cocina, y espero con paciencia acompañada de una taza de café y una tostada, a que se detenga el reloj, a que terminen las horas del cambio, a que aparezcan y se interrumpa para siempre este sonido.
Sólo tengo tiempo para jugar, ya que hice mis tareas. Después seguro que vendrá ese sonido de nuevo y lo revolcará todo otra vez. Cada vez es más difícil encontrar mis cosas, son muchas, ya no se qué he perdido. Mi muñeco preferido de G.I. Joe, varios colores, una caja de galletas de chocolate y pues nada, otras cosas. Mi mamá no me hubiera dejado perder esas cosas, pero no está hace tiempo y mi padre no revisa mis tareas. Supongo que jugar está bien… imagino muchas veces que mi papá juega conmigo junto al lago y que mi madre me hace tostaditas en la tarde al llegar del cole, pero desde que la casa se mueve y lo revuelve todo ya no los encuentro, se han perdido como mis juguetes. Yo los busco pero no los encuentro. Ahí está ese ruido, me escondo bajo mi cama y cierro los ojos, no quiero perderme como mis padres, grito para no escuchar lo que pasa y me duermo.