domingo, 20 de abril de 2008

Esto si es una pipa


Un destello, un estallido, un golpe y estoy de nuevo en ese lugar al otro lado. Lejos de mi, fuera y dentro de todo… como si estuviera en mi propia mente, me reflejo en mis pensamientos y me dispongo al espacio que me rodea. Ahora no se donde estoy ni donde comienzan y terminan las cosas. Lentamente visualizo mis manos, el fondo no existe todavía, enfoco pero no percibo el entorno.

Es un espacio vacío, pero se que algo me contiene, estoy seguro aunque nada se ve, es una sensación. El lugar está delimitado por paredes y algunos objetos que voy reconociendo con mis manos, pero todavía no veo nada hacia el fondo, solo mis manos que recorren las cosas que toco. ¡Ahh! esto es una mesa estoy seguro, es pesada, no puedo moverla, está suave y fría, debe de ser de metal ¿o tiene un vidrio?… la recorro buscando una silla. Debe estar cerca, necesito sentarme y esperar… no encuentro nada ¿por qué? … me alejo de la mesa pero con miedo, a tientas, no tengo referencia, nada más mis manos. No escucho nada, ¡este maldito silencio!… retrocedo encuentro de nuevo la mesa, la golpeo con los nudillos pero suave, no vaya ser que la rompa. Suena un eco corto y seco, es un espacio amplio, de eso estoy seguro… tampoco debe haber muchas cosas pues no tendría este eco sordo. Definitivamente no me gusta el estado de incertidumbre que me provoca el viajar de esta forma.

La sustancia que me inyectaron está siendo asimilada por mi cuerpo, lo denuncia este sabor amargo y pastoso en mi boca. Poco a poco se me va haciendo visible lo que me rodea. ¡Si, es una mesa! Y tengo traje. La ventana está a mi lado derecho, hay unos documentos en la mesa, parece un salón, un gran salón de esos donde hacen juntas de negocios. Comienzo a escuchar con nitidez. Viene gente… ¡vamos!, manos a la obra. La puerta es grande de dos alas y está a mi lado izquierdo. Estoy a un extremo de la mesa y la silla principal está al frente, en el otro extremo. Sobre ella en la pared un gran cuadro, una pintura de un hombre mayor, con muy buena presencia… me acercaré.

¿Puedes verlo? Es una pintura al óleo, es un retrato de un hombre ya entrado en años, de unos 70, 75, muy bien vestido. Está sentado en un sillón con un perrito de esos de compañía, de lo más ridículo, echado sobre un cojín de terciopelo rojo con acabados en oro. El señor tiene un gran bigote, ojos profundos, un traje esmoquin y una pipa en su mano derecha encendida… escucho pasos de personas que se acercan es mejor que lo hagamos ahora, ya veré los documentos en cuanto pueda.

Es mejor que transfieran los datos, de inmediato, a mi cerebro. Inicien la transformación de mi interface e ingresen el registro multimedia necesario para expresión externa. Quedan pocos segundos… 5, 4, 3, 2, 1… ¡Argghhh! maldito dolor. ¡Ah, ah ah!

OK, el sistema está cargado. La tengo en mi mano… esto si es una pipa, huelo el tabaco, aspiro y exalo mientras van entrando mis nuevos... ¡ahora socios!
Simulación terminada exitosamente… ejem, ejem, ¡ejem!

¡Bienvenidos! … Señores, hoy es un día muy especial.

¡Me matas!


Estaba como todas las noches, desde hace casi tres años, en ese estado de contemplación que roza la adoración, absorto, mirándola dormir plácidamente. Ella no había podido hacerlo de esa manera, ninguna de esas largas noches después de su muerte.

Él recordaba aquel trágico día y no podía creer que todo, por fin, hubiera terminado. Eran treinta y cinco meses en los que él le había acompañado en su insomnio, su angustia, sus ganas de morirse. Viendo como día a día su cabello perdía el brillo y color natural, sus ojos la alegría y con ellos la expresión de su rostro. Se demoró una semana en distinguir si la pérdida de atractivo en su cuerpo se debía a las ropas mal combinadas, cosa que ella jamás se hubiera permitido, o a la falta de intención en su caminar. En fin, era tal su descuido y falta de amor propios que pronto supo que no podría irse y dejarla sola. Además no quería alejarse de ella, jamás lo hubiera hecho.

Ella por fin dormía boca abajo y producía ese ruidito encantador entre suspiro y ronroneo. Cuando vivían juntos el prefería alcanzar el sueño después de ella para poder disfrutar de estos placeres. Esa era la señal que él esperaba, verla descansar en paz y soñando hasta la madrugada.

A la mañana, cuando el azul del cielo reemplazaba la oscuridad y los pájaros recordaban la alegría que produce la entrada de luz por la ventana, se levantó de la mecedora sin hacer mucho ruido y se retiró por el caminito que cruza el jardín. Ella sintió como se iba deteniendo la mecedora y despertó. Abrió los ojos y los rayos del sol iluminaron su rostro. Sus ojos brillantes se detuvieron sobre la silla que aún se mecía y buscaron rápidamente la ventana. Se acercó a ella tan rápido como pudo y alcanzó a verle alejándose por aquel jardín que le había acompañado durante todos estos años de luto. Estaba ante el portal, bien vestido y listo para irse. La miraba con la alegría de siempre y silbaba ese tono con el que se despedía y avisaba de su llegada. Era la primera vez en todos estos años que lo veía, a pesar de que siempre lo sentía cerca. El jardín estaba magnífico y las flores, los pájaros y él estaban de muerte.

Lo vio partir por última vez, para siempre, calle arriba. Ella sonrío como hace años no lo hacía y supo que todo estaría bien.

Yo sabía que ahora estaríamos juntos y eso era justo lo que había planeado, no podía fallar. Cuando la conocí por medio de Cristóbal, su esposo, no pude dejar de pensar en ella y todo lo que he hecho desde entonces es para tenerla a mi lado. Cristóbal era mi compañero de trabajo y amigo, pero eso no podía ser impedimento para tener lo que siempre había querido. Julia es la mujer más inteligente y hermosa que conozco. Así que me propuse deshacerme de él y aprovechar mi cercanía en la familia para entrar en su vida.

Todo fue fácil. Como trabajábamos juntos en una empresa de vigilancia instalé cámaras por toda su casa e intervine los teléfonos. Controlaba casi todos los frentes y sabía qué hacían y qué no. Pero la muerte de Cristóbal no podía asociarse conmigo, por lo que decidí que lo mejor era envenenarlo. El tiempo no era problema, podía ser poco a poco. La paciencia es el fuerte de cualquier vigilante.

Durante seis meses estuve suministrando diariamente en la comida al buen Cristóbal cicuta por perejil. Su muerte fue lenta y tortuosa. Primero perdió la movilidad en sus extremidades inferiores hacia las superiores, deteriorando sus músculos hasta llegar a su corazón y a sus pulmones y un día, por fin, entre convulsiones murió por asfixia. Todos pensaron que era por su depresión de los últimos meses, combinada con las largas jornadas de guardia nocturnas en el trabajo. Todo salió perfectamente, pero ella se deterioró con él y su muerte la sumergió en un estado de desolación y tristeza, que me partió el corazón. No pude hacer más que continuar con mi plan, consolarla y cuidar de ella, pero él seguía aquí y ella no mejoraba. Ya no era ni la sombra de aquella mujer de la que me había enamorado. Decidí recuperarla en todos los sentidos.

En eso he trabajado durante los últimos años, día a día y noche tras noche la he acompañado. Ahora que veo que ella sonríe, en la pantalla de este monitor, mientras mira por la ventana desde donde despide su pasado, sé que puedo tenerla. Después de apagar la pantalla y detener todo el sistema de vigilancia, bajo las escaleras de este cuarto oscuro y solitario, salgo del piso que está a dos cuadras de su casa, camino hacia su calle, paso bajo la sombra del manzano de Julia -ese que con tanto esmero ha cuidado desde la muerte de Cristóbal-, recorro el caminito hacia su casa como todas las mañanas de domingo, recojo una flor de su propio jardín y toco a su puerta dos veces.

Baja corriendo, la escucho desde el otro lado. Abre la puerta, su sonrisa lo inunda todo. Es el momento más feliz de mi vida, hoy todo es diferente. Casi sin decir nada, con sus ojos brillantes, entre besos y caricias me lleva de la mano hacia su alcoba. No sé si estaba más feliz por tenerla a mi lado o por saber que todo había salido como yo esperaba. Justos en ese momento sentí un calor muy intenso en mi pecho y ella me dijo al oído: “sólo tu puedes devolverme, lo que me has quitado” y luego tras un corto pero profundo silencio, un suave y sonoro “hijo de puta” susurrado al oido.

Mientras perdía el aliento de vida que me quedaba le dije: “¡Me matas!, siempre lo has hecho”.

Y así es que ahora Cristóbal y yo la miramos dormir plácidamente todas y cada una de las noches… ¡Absortos! contemplando la vida.